lunes, 12 de enero de 2009

Miguel Hernández y Serrat desde un iPod enamorado

Es escuchar a los amantes que se aman con el mundo.

Por: Marcela Gereda

“Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte”. ¿Existe una mejor descripción de quién y qué es el ser humano y su rastro por el mundo? Quizá sí. Pero no tan precisa. Así comienza el año: bajo un cielo estrellado e infinito. Frente al mar, su espuma, su oleaje. Una luna exacta, un cielo azulado. En mis manos un iPod –regalo de mi hermana–.
Dentro del mínimo y liviano aparatito toda la música que ha cantado Serrat. Acaso esta justa expresión de la globalización me lleva a soñar esta noche.

Me alejo del cuestionamiento del iPod como símbolo de aislamiento de la juventud. Entonces me entrego de lleno a la oscuridad de la noche. Al brillo de las estrellas y al disco en el que Serrat canta a Miguel Hernández. Siempre con el riesgo de salir ardida. Más chamuscada que con la insolación del sol de mediodía.

Comienza el vuelo: no hay centro, no hay arriba ni abajo. Floto entre un piano enamorado. La poseía de Miguel Hernández me aleja del mundo y su hastío, y sin embargo me devuelve a él.
La poesía me aloja en sus brazos. El mundo parece estar cada vez más lejano y sin embargo lo contiene todo, porque la poesía incorpora la totalidad del mundo porque es creada desde ella.
Los niños de Gaza desde aquí parecen felices y sin heridas. No hay más balas en esta poesía que las de la palabra desnuda.

Aquí con el amor de la palabra se conjura la brutalidad humana. Las canciones me devuelven la risa, me acercan al color de la vida al escuchar: “Para la libertad siento más corazones que arenas en mi pecho”, recuerdo entonces eso que dijo Serrat al recibir el doctorado en Honoris Causa en la Universidad Complutense de Madrid: “Reivindico la libertad y la justicia como algo único pues no hay libertad sin justicia, ni justicia sin libertad”.

Escuchar la poesía de Hernández en Serrat no es escuchar a dos voces. Es escuchar la voz de la humanidad. Es escuchar a los amantes que se aman con el mundo. Es escuchar la pasión del amor. De la vida y de la muerte descansando sobre el mismo suelo, haciéndose un todo logrado como el mar disolviéndose sobre la arena.

Dice Serrat: “Los argumentos de mis canciones están en mí, pero también están alrededor de mí. Son lo que yo siento, pero también son lo que me cuentan los demás. Son lo que yo soy, pero también lo que me gustaría ser. Son mi realidad, pero también mi fantasía”.

Comienzo un nuevo ciclo adivinando constelaciones, escuchando el suave oleaje de la costa. Adivinando sus mareas, sospechando corrientes y menguantes. Contando y cantando estrellas fugaces: “Menos tu vientre, todo es confuso”.

Bajo mis estrellas, sobre mi arena y en el umbral de mi poesía: “Pena con pena y pena desayuno, pena es mi paz y pena mi batalla”. Por El niño yuntero: “Empieza a sentir y siente la vida como una guerra, y a dar fatigosamente en los huesos de la tierra. Contar sus años no sabe y ya sabe que el sudor es una corona de sal para el labrador… me duele este niño hambriento…
¿Quién salvará a este chiquillo menor que un grano de avena?, ¿de dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?. Que salga del corazón de los hombres jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido niños yunteros”.

Van las lágrimas del mundo yuntero. De un mundo desbocado. De la miseria y de las injusticias. Del hambre y la ignorancia. Con ese dolor también viene la fuerza inmensa a través de la música. Por medio de la poesía de soñar futuros diferentes, con relaciones más justas.
Soñar que los que pescan en estas playas puedan escribir, pensarse y pensar el mundo que les envuelve. Explicar el mar que les salpica. Y la luna que les ilumina. Sueño que sueño un sueño como este y me voy alejando. La muerte se instala por un momento entre mi respiración y la vía láctea. Llega por mí la vida. Y de pronto todo parece disolverse en polvo. Me salva la poesía. Me salva la música, con esta arma inmortal sobre el mar descansa el mundo y cada hombre, cada mujer, cada niño tiene entre sus manos su vida. Su sueño. Mi utopía: el niño sobre una tierra que “inunde de paz y panes su frente”.

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