martes, 17 de julio de 2007

Ángel maldito, bendito demonio

POR JOSE LUIS JIMÉNEZ. SANTIAGO.


Con unos arreglos que la hacían pasar desapercibida para las 8.000 personas que llenaron en la noche del sábado la Plaza del Obradoiro, sonó «Y sin embargo». Serrat se arrancó con el «...de sobra sabes que eres la primera/que no miento si juro que daría/por ti la vida entera...». Y al alimón, un coro de silbidos entre la multitud. Algo falló. El «noi del Poble Sec» no contactó en toda la noche con el público, que no era el suyo, sino el que acudió a ver al más esperado, al truhán irreverente de chaqueta de raya diplomática, un Joaquín Sabina que rescató a su «primo Joan Manuel» del enfado de sus fans, que no quieren oír sus amargas letras en otra voz. Combinar a Sabina y Serrat sonaba a bonito experimento entre dos artistas contrastados de nuestro rancio panorama musical. Eso era la teoría. En la práctica, resultó como juntar agua y aceite, el ying y el yang, un ángel y un demonio. Sobre el escenario, los dos son genios de la farándula, pero cada uno de la suya. El beatífico Serrat acabó cargando con la cruz de robarle minutos al de Úbeda, al que hace años se le esperaba por Santiago, después de que en su última gira prefiriese La Coruña y Vigo. El catalán arrastró la maldición popular, de la que quedó exento el canalla del bombín, aclamado por un auditorio de todas las edades. Querían verle a él, y a nadie más. La mezcla se destapó como algo ingenua. Porque las canciones de Serrat no son para una banda de rock, sino para un piano y una guitarra española, en teatro coqueto y con muchas flores olorosas y resultonas. Los temas de Sabina son de macroconcierto con mini de cerveza, agitados y turbulentos como muchas de sus letras, en ocasiones solo aptos para la voz desgarrada e inhumana de su autor, y no saben convertirse en baladas. El público tampoco lo comprende. Así las cosas, y conscientes de todo lo anterior, Sabina y Serrat enmascararon las diferencias de sus estilos con un simpático show sobre el escenario, donde el crápula y el caballero ejercían de «pimpinelas» ocasionales, piropo va, puyita viene, que arrancaba sonrisas entre los asistentes. Pero a la hora de la verdad, Serrat no llenó, no convenció, no ilusionó. Y al público -y en el fondo creo que también a Sabina- el cuerpo le pedía hacer el golfo, arrancar dos riffs de guitarra y convertir la sesión de nostalgia en rock, la música en estado puro antes de que los Beatles engendraran el pop. Paseo melancólico Hasta su cancelación, cuando apenas había transcurrido una hora desde su inicio, el concierto fue como un disco de grandes éxitos. A eso de las 22.45 las luces de Raxoi se apagaron y la banda se arrancó con un «Hoy puede ser un gran día», y como la propia canción canta, «imposible de recuperar». Así fue, porque no habrá devolución de entradas ni repetición de concierto. Con su particular comedia del bueno y el malo, Sabina se marchó y dejó a Serrat con «Mi pueblo blanco» y «Algo personal». No anduvo bien de voz el catalán, y el propio público se lo reprochó al decirle que no le oían. Miró de reojo a la mesa de mezclas para que le subieran el micro, aunque más sincero estuvo Sabina, que le disculpó por una ronquera, medio en serio, medio en broma. «Y sin embargo» abrió la caja de los truenos y el periodo de las reflexiones. Servidor creía en las canciones inmortales, que sobrevivían a sus autores. Pero si «me envenenan los besos que voy dando» no suena a latido jondo en voz mojada en cazalla, es otra canción, no la que quieren los fans. Puede que el repertorio de Sabina sea versionable, pero mientras él esté presente en la escena, ceder el testigo a otro puede ser motivo de sacrilegio. Tras este tema entonado por los dos artistas siguió «No hago otra cosa que pensar en tí». «Hace tiempo que no soy el que fui», cantó Serrat, y no sonó como aquel portazo con signo de interrogación, sino a sincera confesión de quien debe saber sus propias limitaciones. En el turno de Sabina a solas con su público, «Peces de Ciudad», «Mi primo Joan Manuel» y esa «Princesa» de novela negra «entre la cirrosis y la sobredosis», coreada por 8.000 gargantas de principio a fin, por más que aparecieran las primeras y tímidas gotas. Volvió el cantautor catalán al escenario y encadenaron a dúo «Contigo», «Eva tomando el sol» y «Tu nombre me sabe a yerba». Pero el clima no perdonó. Santiago tenía que ser la única ciudad de España que en pleno julio sufría una inoportuna tormenta. Interrumpieron momentáneamente el concierto, pero pasados 10 minutos se anunciaba por megafonía la cancelación. Coitus interruptus. Caprichos del Apóstol, que será más de Soraya o Julieta Venegas. ¿Quién dijo que los santos entendían de música? Pueden ir desesperando, porque el «plan B» que suponía escucharles mañana en Pontevedra se frustra merced a otro cartel de «no hay billetes». Quizás ahí todo sea distinto y Sabina cante «Y sin embargo» sin compañía y que a Serrat no le silben. Soñar es gratis.

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